es una serie con mucho encanto, aunque falle en algunos aspectos de la recreación de la cultura material (armas, indumentaria…), más que en los hechos históricos o el retrato de la sociedad, que son bastante buenos.
El gran “pero” que veo a esa recreación de batalla es la escasa distancia entre hombres. Para las legiones republicanas del II a.C. Polibio cita una distancia (izquierda y derecha) de “al menos” 3 pies romanos y una separación entre filas de 6, ocupando cada legionario un pie. Es decir, que cada soldado tendría libre 90 cmtrs. a cada lado y existiría 1,8 m entre cada línea. Vegecio, que ya escribe su Epitome en el s. IV d.C. pero se basa en fuentes muy anteriores, asigna a cada milite tres pies de espacio (90 cm), lo que significa que, o bien nos habla de una formación más densa, casi como la falange macedónica del tratado de Eliano, o bien ha leído y malinterpretado a Polibio.
Otra cuestión aparte es la formación de las cohortes en “damero”, sobre lo cual Quesada ha escrito un interesante artículo (trata diversas cuestiones de las que ahora hablamos) que me tomo la libertad de pegar al final del mensaje, pues él mismo lo incluyó en este otro foro:
Respecto al “barbarismo” de los "bárbaros", nadie ha dicho nada de eso. Sino más bien que los antiguos
poseían una ideología que los hacía despreciar el miedo, además de que era bastante habitual beber o drogarse antes de la batalla. Además, las descripciones del héroe inmerso en el furor guerrero es un auténtico lugar común en todos los relatos celtas y germánicos, y en general, los pueblos indoeuropeos arcaicos. Ya hablemos de Cúchulainn, Egil Skallagrimson, Beowulf, etc. no se trata de textos grecorromanos que nos hablan del
de forma despectiva (que también lo hacen), sino relatos creados por esas mismas sociedades. Esto ha sido estudiado por investigadores centrados en la ideología antigua, como George Dumézil o Mircea Eliade, especialmente dentro de unas cofradías guerreras llamadas
.
Lo cual no ha de entenderse como una caricatura. César, que combatió a los galos, nos describe pasajes en los que éstos saltaban desde las murallas de un castro sobre toda una formación en testudo para tratar de abrir un hueco en la formación con las manos, para morir poco después. O acudían a defender unas murallas que eran arrasadas por los proyectiles de los scorpios, cayendo uno tras otro. Pero también los describe como “una raza de sumo ingenio y muy apta para imitar y llevar a cabo cuanto ven en los demás” cuando habla de sus trabajos defensivos en el asedio de Avaricum, un tipo de guerra hasta entonces desconocida para ellos.
Tampoco hay que olvidar que por mucho que los celtas inventaran la cota de mallas, sólo un porcentaje ínfimo la utilizaba. De hecho, los hallazgos arqueológicos son escasísimos. Y en Hispania sólo Estrabón cita su uso entre los pueblos septentrionales, ya en el 16 d.C., pero dejando claro que sólo era empleada por las élites.
y los iniciales problemas que tuvieron los romanos con los celtas sucedieron antes de la profesionalización de su ejército, cuando la efectividad de una legión podía variar enormemente. Los hispanos de Aníbal llevaban años formando parte de su ejército, combatiendo codo con codo, mientras que una legio recién creada, integrada por reclutas, forzosamente poseía una efectividad menor, por muy superior que fuera su orgánica. El problema, claro está, es que ninguna sociedad celta podía permitirse el lujo de mantener de forma permanente a 20.000 soldados profesionales y los púnicos si. Hablo de ejércitos de verdad, no de migraciones de pueblos, claro.
En definitiva, si después de once años metido en la recreación militar romana, resulta difícil conseguir que una docena de tíos obren de forma coordinada en la
de una batalla. Imaginar lo que debía de ser organizar a 50.000 que apenas se conocen, desplegados a lo largo de varios kilómetros en un terreno irregular y en medio del caos de un combate
[b]F. Quesada Sanz[/b] escribió:
“Las armas del legionario romano en época de las Guerras Púnicas: influencias hispanas y formas de combate”.
P. Fernández Uriel (ed.) Armas, legiones y limes: el ejército romano. Espacio, Tiempo y Forma (Historia Antigua)
Un nuevo modelo sobre las formas de combate hacia el periodo de las Guerras Púnicas (1): Empleo de los pila, lucha cuerpo a cuerpo y la duración de las batallas.
En fechas recientes se viene produciendo un intenso debate sobre cómo debemos considerar al legionario. Por oposición al hoplita griego, básicamente un lancero que empuñaba su arma y sólo utilizaba su corto xiphos cuando ésta se partía en el combate cuerpo a cuerpo, la communis opinio ha sido hasta fechas recientes considerar con buena base en fuentes clásicas (Polibio 2, 30,8; 2,33; 15,12,8; Vegecio 1,12) que el legionario republicano era primordialmente un espadachín que combinaba un uso activo del escudo para empujar y desequilibrar al enemigo con potentes golpes tajantes y punzantes de su gladius. En esta concepción, los pila pesado y ligero de Polibio serían empleados en salvas sobre todo en la fase inicial del combate, para desorganizar y causar bajas al enemigo en el momento inmediatamente anterior al choque con espada, como Livio describe a menudo (Zhmodikov 2000:68; Livio 9,13, 2-5; 9,35, 4-6; 28, 2,5-6 etc.). De hecho, Polibio sólo menciona el uso del pilum en batalla en una ocasión (1,40,12), en la batalla de Panormus en 250 a.C. Sin embargo, algunas voces disonantes han cristalizado en el importante trabajo reciente de A. Zhmodikov (2000) quien ha recopilado un importante número de fuentes literarias relativas al empleo prolongado de los pila a lo largo de toda la batalla, no sólo en sus comienzos, lo que implica que normalmente no se arrojaban salvas masivas agotando la dotación en el inicio mismo del combate (otras referencias en Sabin 2000:12). Más aún, esto implica que debían darse momentos en que las líneas contendientes se separaban, dando un respiro a los infantes, y que en ese momento volvían a intercambiarse jabalinas quizá a unos veinte metros de diferencia. En consecuencia, el combate se presenta como mucho menos concentrado, brutal y decisivo en unos pocos segundos y minutos, y se convierte en un asunto más prolongado, vacilante e irregular (Sabin, 2000 passim; Zhmodikov 2000 passim), incluso en el combate cuerpo a cuerpo con espadas (Goldsworthy 1996:222).
Esta nueva visión relativa a un empleo prolongado de los pila encaja perfectamente con la larga duración de los combates que normalmente describen las fuentes, en las que una batalla decidida en breves minutos es la excepción más que la regla. Si bien algunos combates se resolvían muy rápidamente, normalmente porque el enemigo se desbandaba antes de llegar al cuerpo a cuerpo (Livio 8, 16, 6; 9,13,2; 9, 35, 7; Goldsworthy 1996:202 n. 96), otras muchas batallas duraban dos, tres e incluso más de cuatro horas (las fuentes son explícitas en este sentido, ver Zhmodikov 2000:70-71 y especialmente el catálogo en nota 34; también Sabin 2000: 4-5; Goldsworthy 1996:225). Como es imposible imaginar dos grupos de soldados luchando cuerpo a cuerpo de manera continuada más allá de unos minutos, por mera cuestión física (militares experimentados como Fuller o Clausewitz estimaban el tiempo máximo de combate cuerpo a cuerpo entre 15 y 20 minutos, quizá incluso menos; Goldsworthy 1996:224 para referencias), hay que buscar alguna explicación para el hecho de que la mayoría de las batallas eran muchísimo más prolongadas, y esto implica la existencia de prolongados hiatos en que las líneas se separarían.
Importantes trabajos recientes de A. Goldsworthy (1996:171-247, especialmente 223-227) y P. Sabin (2000) están ayudando a establecer un modelo de batalla legionaria algo alejado del tradicional, pero que concuerda mucho mejor con, por un lado, el conjunto de las fuentes literarias antiguas (y no sólo algunas descripciones seleccionadas y que destacan precisamente por su excepcionalidad, como las batallas decididas en una sóla carga, Goldsworthy 1996:201 ss.), y por otro con las indicaciones antes reseñadas sobre las posibilidades de empleo de las armas, fundamentalmente el gladius hispaniensis, los pila y la relativa ligereza del armamento corporal. En dicho modelo se ha introducido también el estudio de las bajas documentadas en distintas batallas por las fuentes literarias, relativamente reducidas, en torno al 5-15% en el combate propiamente dicho, y que es incompatible con la visión de una prolongada melée ‘a la Hollywood’ que implicaría necesariamente cifras de pérdidas mucho más escalofriantes que las conocidas (Sabin 2000: 5 ss.; 10).
Philip Sabin (2000:17) es quien mejor ha resumido el consenso emergente entre los especialistas: “comienza a surgir un consenso sobre la naturaleza de los choques de infantería pesada romana […] que estos choques eran mucho más indecisos [tentative] y esporádicos de lo que se había asumido, y que sólo un modelo así puede explicar la combinación aparente de larga duración, desequilibrio de bajas , fluidez de la línea de batalla y énfasis en las reservas más que en la profundidad de la formación”. En esta visión “en la mayoría de las batallas romanas las líneas entraban en contacto esporádicamente, cuando un bando o el otro saltaba para un violento pero breve y localizado combate cuerpo a cuerpo. El estallido cesaría cuando un lado llevara la peor parte, y sus tropas retrocederían para restaurar la ‘distancia de seguridad’ mientras blandían las armas para disuadir una persecución inmediata del enemigo. Este tipo de equilibrio dinámico puntuado por episodios de lucha cuerpo a cuerpo podía continuar durante algún tiempo hasta que un bando finalmente perdía su capacidad de resistir... El mecanismo más común para esta transformación sería el pánico de las tropas debido a una brecha en su línea, un choque psicológico como la muerte del general o la pura acumulación de bajas y fatiga” (Sabin 2000:14-15).
Un nuevo modelo sobre las formas de combate hacia el periodo de las Guerras Púnicas (2): La legión manipular y el relevo de las líneas.
En relación con estas cuestiones, el excelente y muy reciente libro de J. Lendon (2005) vuelve a plantear el irresuelto problema del manejo de la legión manipular en el campo de batalla, que ha ocupado a decenas de investigadores desde el s. XIX (en último lugar, Lendon 2005:180 ss.). De la descripción de Tito Livio (8,8,9-14), quien proporciona la más detallada descripción de la forma de combate manipular, se deduce necesariamente –y así lo han entendido la práctica totalidad de los estudiosos- que las sucesivas líneas de batalla de hastati, principes y triarii se formaban por manípulos –no sabemos si con las dos centurias alineadas o una detrás de la otra-, dejando entre ellos huecos, quizá del mismo frente que un manípulo, quizá algo menores, para poder realizar las maniobras que describe de reemplazo de las tropas cansadas por otras frescas. Conviene aquí reproducir completo el texto básico: “los hastati comenzaban el combate los primeros. Si éstos no eran capaces de desorganizar al enemigo, retrocedían paso a paso y los recibían los príncipes en los espacios libres de sus filas. Entonces la lucha correspondía a los príncipes; los hastatí iban detrás; los triarios mantenían su posición bajo las enseñas, la pierna izquierda extendida, sosteniendo el escudo sobre el hombro, las lanzas con la punta hacia arriba apoyadas en tierra, ofreciendo el aspecto de un ejército erizado de puntas rodeado de una empalizada. Si tampoco los príncipes obtenían en su lucha unos resultados suficientemente satisfactorios, iban retrocediendo poco a poco desde la primera fila hasta los triarios; de ahí que se haya hecho proverbial la expresión: «la cosa llegó hasta los triarios», cuando se está en dificultades. Los triarios se incorporaban y, después de recibir a príncipes y hastati por los espacios libres de sus filas, inmediatamente, cerradas éstas, cortaban, por así decir, los pasos y en una sola formación compacta, sin dejar ya tras de sí ninguna esperanza caían sobre el contrario; esto era de lo más temible para el enemigo, porque, al perseguir a quienes parecían vencidos, veía de repente surgir una nueva línea, con mayores efectivos” Livio 8, 8, 9-13) (trad. J.A. Villar , BCG).
Esta descripción implica una formación inicial en damero o tresbolillo (Wheeler 1979:305-306) a la que los autores modernos –no las fuentes antiguas- han denominado quincunx, y que parece la única solución lógica para explicar la táctica descrita por Livio. En efecto, para poder retroceder y dejar hueco a los principes, los hastati deberían, o bien haber formado desde el principio con huecos para no chocar contra los manípulos de principes al retroceder, o bien deberían crear esos huecos en el momento de retirarse, en el peor momento posible justo cuando estaban agotados por el combate y seriamente presionados por el enemigo que les estaba derrotando. Como ya explicó hace muchas décadas Hans Delbrück (1920:293), por mucho que Livio describa este sistema, es un imposible táctico que sólo podría entenderse como una maniobra de parada y no una práctica de batalla, aunque no ha faltado quien haya aceptado directamente que los romanos combatían con grandes huecos en su línea (Wheeler 1979:306, n. 14).
Es a nuestro juicio imposible defender que los manípulos de la primera línea de batalla combatieran dejando entre sí huecos del tamaño de otro manípulo, o incluso menores como quería Hans Delbrück, vacíos que no podrían ser protegidos por los manípulos, colocados al tresbolillo, de los principes de la segunda línea. Tales huecos en el frente serían fácilmente aprovechados por cualquier enemigo, -y cuanto más irregular mejor, como los galos- para inflitrarse, tomar por los flancos los manípulos de hastati, y aniquilarlos antes de que los principes pudieran intervenir. De ahí que se hayan propuesto varias soluciones para que, a partir de la descripción de Livio, la legión pudiera presentar en el momento del combate una línea continua con -como mucho- pequeños intervalos entre manípulos. La más viable de estas soluciones es, en apariencia, que en el despliegue inicial las centurias de cada manípulo hubieran formado una detrás de la otra y que, justo en el momento anterior al choque, las centurias posteriores avanzaran desplazándose en oblicuo para cerrar la línea de batalla, presentando así un frente continuo pero articulado.
El problema es que esta solución presenta nuevos e irresolubles problemas. De acuerdo con las fuentes, la razón básica del sistema manipular y de las líneas dispuestas al tresbolillo sería posibilitar que, agotados los hastati, los principes avanzaran por los huecos de la línea para relevarles -o que los primeros retrocedieran por los huecos entre los manípulos de los segundos-; y en caso necesario que también los triarios pudieran tomar el relevo de las dos primeras líneas. Ahora bien, para efectuar tal relevo en el sistema de manípulos, la primera línea debería despegarse del enemigo y hacer retroceder las centurias posteriores de cada manípulo para ocupar su lugar original detrás de cada centuria prior. Así, se abrirían de nuevo los huecos para que la segunda línea avanzara por manípulos formados con una centuria una detrás de la otra, relevara a los agotados hastati, desplegara sus centurias posteriores para volver a cerrar la línea y continuara la batalla. Esto implica que, mientras daban la cara al enemigo, dos líneas ejecutarían un complejísimo ballet, con los hastati contrayendo sus manípulos y retrocediendo al tiempo que los principes avanzaban por los huecos recién abiertos y desplegaban los suyos en líneas y filas nitidas, formando rectángulos regulares. Tal cosa puede quedar bien en la teoría del papel, pero es absolutamente impracticable en el campo de batalla, cuando los enemigos están supuestamente a menos de veinte metros –o directamente combatiendo cuerpo a cuerpo, si verdaderamente la primera línea romana está agotada. Tales enemigos sin duda aprovecharían el momento para desorganizar completamente el delicado relevo realizado en mitad del combate. El sistema manipular no podía funcionar así, y probablemente de ninguna de las diferentes formas que se han propuesto. De hecho, y como ya apuntara Wheeler, la línea frontal de batalla debería ser esencialmente contínua –con pequeños intervalos entre las unidades-, es decir, una falange (Wheeler 1979:306).
Pero por otro lado, numerosas fuentes (y no sólo el problemático texto de Livio que hemos reproducido) atestiguan que la ventaja del sistema manipular –y luego, en época post-mariana, del sistema de cohortes en damero- era la posibilidad de relevar las tropas agotadas de la primera línea, presentando al enemigo una nueva línea completamente fresca: así ocurrió en Zama (Polibio 15,14; Livio 30, 34, 9-12 ), y más adelante en Ilerda o Farsalia (Cesar, Bell. Civ. 1.45; 3.94). Esa es una de las constantes de las desfripciones de batalla del ejéricto romano, luego el relevo se producía. ¿pero cómo?, ¿cómo conciliar el relevo de tropas, bien documentado por las fuentes, con la necesidad de evitar huecos entre los manípulos y evitar un relevo en mitad de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con el enemigo?. La respuesta está en parte en (a) el estudio de las batallas narradas con mayor detalle en las fuentes; en parte en (b) las consideraciones hechas en apartados anteriores sobre el espacio necesario para empleo de las armas legionarias republicanas; y en (c) el modelo de un combate mucho más prolongado y dubitativo.
Por lo que se refiere a (a), en la descripción de Livio sobre Zama (30, 34, 9-12) queda claro que la reorganización de la línea se produjo durante un largo intervalo en el combate, con los contendientes separados por un campo lleno de muertos y heridos. La imagen que se presenta es la de breves periodos de combate furioso cuerpo a cuerpo separados por periodos de respiro relativamente prolongados, y no la de una frenética carga decisiva (que a veces, pero sólo a veces se producía) o una melée (othismos) prolongada.
Si además tenemos en cuenta para (b) los modelos recientes de Sabin, Goldsworthy, Zhmodikov y Lendon basados en el análisis de fuentes, y (c) en nuestras propuestas sobre el empleo de armas en un espacio despejado, podemos hallar una solución. Por un lado, la idea de que las batallas eran normalmente mucho más vacilantes y prolongadas de lo que suele creerse implica que durante periodos relativamente prolongados las líneas opuestas no estaban en contacto inmedianto, ni siquiera muy cercano, sino justo en el alcance de las jabalinas, en espera de que un bando vacilara y comenzara a ceder, vencido moralmente, o con grupos de uno u otro lado realizando movimientos más agresivos mientras el resto de los soldados se dedicaba a su principal función, preservar la propia vida (vid. supra al comienzo del artículo). En ese caso, un relevo de líneas entraría dentro de lo posible, aunque si se realizara moviendo unidades como si fuean fichas en un tablero la confusión estaría garanitizada en un campo de batalla con hombres agotados, heridos y muertos en el suelo y con un enemigo que no dudaria en aprovechar la ocasión. Es necesario buscar pues un modelo alternativo que no requiera maniobrar como si las fuerzas estuvieran en el campo de instrucción de un cuartel del s. XVIII.
Conviene entonces volver aquí a la idea antes analizada de que tanto el manejo del pilum como de la espada de 60 cm. de hoja exigen una cierta holgura en las líneas, una separación que permita la esgrima individual, o arrojar la jabalina sin ensartar al compañero de detrás o de delante. Polibio (18,28-30; ver Sekunda 1996.19; Goldsworthy 1196:179) asigna para cada legionario un espacio de ‘por lo menos’ tres pies, casi un metro, a lo que hay que sumar el espacio ocupado por el propio legionario, otros tres pies, seis en total (Goldsworth 1996:179; Sekunda 1996.19): “También los romanos ocupan con sus armas un espacio de tres pies cuadrados. Pero, puesto que en su modo de luchar cada uno se mueve separadamente, porque el escudo protege el cuerpo girándose siempre a prevenir la posible herida, y el legionario romano en el combate lucha con la espada que hiere de punta y de filo, es notorio que se precisará un orden más suelto y un espacio de por lo menos tres pies entre hombre y hombre en la misma fila colateral y longitudinal, si han de cumplir a satisfacción su cometido. La conclusión será que cada legionario romano se opondrá a dos soldados de la primera fila de la falange...” (trad. M. Balasch). Así, en una falange helenística los hombres están juntos, ocupando cada uno tres pies de frente (un metro); en la legión, la separación es el doble como mínimo (el espacio ocupado por cada legionario más tres pies como mínimo entre hombre y hombre). El manual de Eliano asigna a la falange un frente normal para una falange en combate al ataque (11.2, 11.4; Devine 1989:48) de dos codos (unos 3 pies, 1m.), y la mitad en posición defensiva (synaspismos) (Eliano, 11.4). Vegecio, por el contrario, escribiendo muchos siglos después pero probablemente bebiendo de una fuente muy antigua en este caso, ya que cita hastati, principes y triarii (3,14,15) da tres pies de frente para cada legionario y 7 pies, unos dos metros, de fondo –para manejar el pilum-; cabe con todo que Vegecio haya leido mal su fuente y que los tres pies por legionario sean el intervalo entre cada uno, como dice Polibio, lo que subiría a 6 pies (1.8 m.) el frente ocupado por cada hombre en combate. En cualquier caso, el frente asignado a cada legionario es amplio en cualquiera de los dos casos –Polibio y Vegecio- en comparación por ejemplo con los frentes asignados a los soldados armados con mosquete de época napoleónica, unos 55-70 cm. de frente por hombre (22 pulgadas en el ejército inglés, 26 en el francés; 27 en el ruso) y un intervalo de entre 30 y 60 cm. entre líneas (Nafzinger1996:22).
De este modo creemos razonable proponer, desarrollando y modificando la idea expuesta por Lendon todavía timidamente (Lendon 2005:179, Figura), que los manípulos en combate no formarían en nítidos rectángulos (como por ejemplo los presentados en Warry 2004:112; Connolly 1988:128 y 141) al modo de los syntagmata de la falange helenística, cuya eficacia residía primordialmente en la cohesión de su formación para presentar un erizo de puntas de sarissa (Connolly 1988:76-78). Más bien pensamos, por usar la gráfica terminología de Lendon, que se agruparían en ‘blobs’, nubes relativamente densas de legionarios agrupados de manera laxa en torno a su estandarte, que se extenderían y contraerían ligeraente, como una ameba, pero sin olvidar su pertenencia a cada unidad. En ese caso, aunque en el momento del despliegue inicial cada manípulo dejara un intervalo con los de sus flancos,s en el de trabar combate la línea se habría convertido en un conjunto casi contínuo con capacidad de abrir y cerrar huecos con bastante más facilidad que si se procurara mantener una formación rigurosa en filas y líneas, y capaz de replegarse con facilidad y rapidez entre los huecos de la segunda línea –que hasta entonces habría permanecido en reserva con una formación más rigurosa- y que entonces podría ‘disolverse’ en dichas ‘amebas’ para ocupar el lugar de las primeras.
Las distancias implicadas son pequeñas y no supondrían en este modelo ningún problema, ya que al no haber necesidad de mantener una alineación extremadamente rigurosa, los movimientos serían mensurables en segundos. No sabemos la profundidad con que formaban las centurias en el s. III a.C., probablemente variaba según la ocasión a juzgar por lo que nos dice Polibio de Cannas (3, 113). Lo normal parece haber sido una profundidad de 3, 4 o 6 líneas (Godlswothy 1996:179 ss.). En el último caso, si los manípulos formaban con un frente de sus dos centurias, ocuparían un frente en orden de marcha, a tres pies por hombre, de menos de 20 m., dejando un hueco de 20 m. con el manípulo de al lado; al pasar a orden de batalla, a unos 6 pies por hombre, los legionarios de los extremos tandrían que desplazarse lateralmente apenas 10 metros por cada lado para enlazar con los manípulos de los flancos. Si formaba con una centuria tras la otra, el frente del manípulo –todavía asumiendo una profundidad de 6 hombres en cada centuria- sería de sólo unos diez metros, con huecos correspondientes entre manípulos. Si como opina Goldsworthy (1996:179 ss.) la profundidad normal era sólo de tres líneas en lugar de seis, los huecos máximos entre manípulos serían de 20 o 40 m. según la disposición inicial de las centurias; en cualquier caso, distancias pequeñas para contraer o expandir una formación en la que la rígidez de líneas y filas no sería esencial.
En esta concepción, la posición de los estandartes de cada unidad táctica juega un papel decisivo como ‘centro’ de cada una de estas densas nubes de legionarios, y se explica bien la enorme importancia que se les concedía en la legíon romana. Igualmente, la labor de los centuriones, verdaderos oficiales subalternos ‘de compañía’ más que suboficiales, resulta esencial para mantener la cohesión en un aparente desorden. Cuando Delbrück (1920:293) negaba la posibilidad de que los manípulos de hastati se ‘estiraran’ para cerrar los huecos antes de chocar lo hacía argumentando que los soldados no podían preocuparse de adoptar un nuevo intervalo de líneas y filas justo antes del choque; pero eso es porque Delbrück seguía pensando en términos de rígidos rectángulos alineados por filas y líneas al modo de los batallones del s. XVIII, y no en una ‘nube’ mucho más elástica.
Creemos que este modelo es el más prometedor porque tiene en cuenta las peculiaridades del armamento legionario, es flexible y explica mejor que ningún otro cómo pudo funcionar la legión manipular, siempre y cuando se acepte además que el combate no se decidía normalmente en una o una serie de cargas decisivas, sino un asunto mucho más prolongado y vacilante, irregular e incluso indeciso, de lo que normalmente se asume. Y esto nos lleva a una última cuestión, la de la adopción de algunas armas de los pueblos peninsulares por Roma, derivada de la utilización de formaas de combate individual mucho más parecidas de lo que suele creerse.